Clea Gerber Música, transformación y albedrío entre Cervantes y Avellaneda: De la desgracia de monsiur Japelín a los suspiros de don Quijote pp. 67-85 |
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Uno de los tópicos más recurrentes acerca de la música es el que subraya su capacidad para mover los afectos del oyente, al que llevaría a diversas emociones, e incluso a estados cercanos a la posesión o enthousiasmós. Así, Aristóteles explica en su Política (1342a1-5) que los que escuchan el modo mixolidio se sienten melancólicos y graves; los que se exponen al dorio, meditativos; los que oyen el frigio, exultantes, con lo que el Estagirita traza una variedad propicia para educar o mover a los oyentes. La idea tiene antecedentes, al menos, en la República de Platón (III.10 399 a-e) y atraviesa toda la Edad Media: por ejemplo, Guido d’Arezzo pensaba que las disonancias del tritono podían invocar al Diablo. También la encontramos en el Siglo de Oro, pues los españoles del momento asociaban ciertas tonadas e instrumentos —y no solo los bailes que las acompañaban— a una sensualidad desordenada. Otras, sin embargo, acompañaban una inefable armonía celeste que solían imaginar poblada de chirimías, como las que celebraban la aparición de la mesa eucarística en los autos sacramentales (Recoules 137-144; de la Granja; Caballero Fernández-Rufete 704-707). Sobre las tablas de los autos y fuera de ellas, lo cierto es que en la literatura del Siglo de Oro música y afectos iban de la mano, muchas veces hasta el extremo de que las melodías transformaban poderosamente a los personajes…
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