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Año del Centenario del Nacimiento de José María Arguedas
HIJO SOLO
(Cuento, 1957)

Llegaban por bandadas las
torcazas a la hacienda y el ruido de sus alas azotaba el techo de
calamina. En cambio las calandrias llegaban solas, exhibiendo sus alas;
se posaban lentamente sobre los lúcumos, en las más altas ramas, y
cantaban.
A esa hora descansaba un rato, Singu, el pequeño sirviente de la
hacienda. Subía a la piedra amarilla que había frente a la puerta falsa
de la casa; y miraba la quebrada, el espectáculo del río al anochecer.
Veía pasar las aves que venían del sur hacia la huerta de árboles
frutales.
La velocidad de las palomas le oprimía el corazón; en cambio, el vuelo
de las calandrias se retrataba en su alma, vivamente, lo regocijaba. Los
otros pájaros comunes no le atraían. Las calandrias cantaban cerca, en
los árboles próximos. A ratos, desde el fondo del bosque, llegaba la luz
tibia de las palomas. Creía Singu que de ese canto invisible brotaba la
noche porque el canto de la calandria ilumina como la luz, vibra como
ella, como el rayo de un espejo. Singu se sentaba sobre la piedra. Le
extrañaba que precisamente al anochecer se destacara tanto la flor de
los duraznos. Le parecía que el sonido del río movía los árboles y
mostraba las pequeñas flores blancas y rosadas, aun los resplandores
internos, de tonos oscuros, de las flores rosadas.
Estaba mirando el camino de la huerta, cuando vio entrar en el callejón
empedrado del caserío, un perro escuálido, de color amarillo. Andaba
husmeando, con el rabo metido entre las piernas. Tenía "anteojos"; unas
manchas redondas de color claro, arriba de los ojos.
Se detuvo frente a la puerta falsa. Empezó a lamer el suelo donde la
cocinera había echado el agua con que lavó las ollas. Inclinó el cuerpo
hacia atrás; alcanzaba el agua sucia estirando el cuello. Se agazapó un
poco. Estaba atento, para saltar y echarse a correr si alguien abría la
puerta. Se hundieron aún más los costados de su vientre; resaltaban los
huesos de las piernas; sus orejas se recogieron hacia atrás; eran
oscuras, por las puntas.
Singu buscaba un nombre. Recordaba febrilmente nombres de perros.
—¡"Hijo Solo"!—le dijo cariñosamente—. ¡"Hijoo Solo"! ¡Papacito!
¡Amarillo! ¡Niñito! ¡Ninito!
Como no huyó, sino que lo miró sorprendido, alzando la cabeza, dudando,
Singuncha siguió hablándole en quechua, con tono cada vez más familiar.
—¿Has venido por fin a tu dueño? ¿Dónde has estado, en qué pueblo, con
quién?
Se bajó de la piedra, sonriendo. El perro no se espantó, siguió
mirándolo. Sus ojos también eran de color amarillo, el iris se contraía
sin decidirse.
—Yo, pues, soy Singuncha. Tu dueño de la otra vida. Juntos hemos estado.
Tú me has lamido, yo te daba queso fresco, leche también; harto. ¿Por
qué te fuiste?
Abrió la puerta. De la leche que había para los señores echó
apresuradamente bastante, en un plato hondo; y corrió. Estaba aún ahí el
perro, sorprendido, dudando. Puso el plato en el suelo. "Hijo Solo" se
acercó casi temblando. Y bebió la leche. Mientras lamía haciendo ruido
con las fauces, sus orejitas se recogieron nuevamente hacia arriba;
cerró un poco los ojos. Su hocico, como las puntas de las orejas, era
negro. Singuncha puso los dedos de sus dos manos sobre la cabeza del
perro, conteniendo la respiración, tratando de no parecer siquiera un
ser vivo. No huyó el perro, cesó un instante de lamer el plato. También
él paralizó su aliento; pero se decidió a seguir. Entonces Singuncha
pudo acariciarle las orejas.
Jamás había visto un animal más desvalido; casi sin vientre y sin
músculos. "¿No habrá vuelto de acompañar a su dueño, desde la otra
vida?", pensó. Pero viéndole la barriga, y la forma de las patas,
comprendió que era aún muy joven. Sólo los perros maduros pueden guiar a
sus dueños, cuando mueren en pecado y necesitan los ojos del perro para
caminar en la oscuridad de la otra vida.
Se abrazó al cuello de "Hijo Solo". Todavía pasaban bandadas de palomas
por el aire; y algunas calandrias, brillando.
Hacia tiempo que Singu no sentía el tierno olor de un perro, la suavidad
del cuello y de su hocico. Si el señor no lo admitía en la casa, él se
iría, fugaría a cualquier pueblo o estancia de la altura, donde podían
necesitar pastores. No lo iban a separar del compañero que Dios le había
mandado hasta esa profunda quebrada escondida. Debía ser cierto que
"Hijo Solo" fue su perro en el mundo incierto de donde vienen los niños.
Le había dicho eso al perro, sólo para engañarlo; pero si él había oído,
si le había entendido, era porque así tenía que suceder; porque debían
encontrarse allí, en "Lucas Huayk'o", la hacienda temida y odiada en
cien pueblos. ¿Cómo, por qué mandato "Hijo Solo" había llegado hasta ese
infierno odioso? ¿Por qué no se había ido, de frente, por el puente, y
había escapado de Lucas Huayk'o"?
—Gringo! ¡Aquí sufriremos! Pero no será de hambre —le dijo—. Comida hay,
harto. Los patrones pelean, matan sus animales; por eso dicen que "Lucas
Huayk'o" es infierno. Pero tú eres de Singuncha, "endio" sirviente.
¡Jajay! ¡Todo tranquilo para mí! ¡Vuela torcacita! ¡Canta tuyay, tuyacha!
¡Todo tranquilo!
Abrazó al perro, más estrechamente; lo levantó un poco en peso. Hizo que
la cabeza triste de "Hijo Solo" se apoyara en su pecho. Luego lo miró a
los ojos. Estaba aún desconcertado. Sonriendo, Singucha alzó con una
mano el hocico del perro, para mirarlo más detenidamente, e infundirle
confianza.
Vio que el iris de los ojos del perro clareaba. Él conocía como era eso.
El agua de los remansos renace así, cuando la tierra de los aluviones va
asentándose. Aparecen los colores de las piedras del fondo y de los
costados, las yerbas acuáticas ondean sus ramas en la luz del agua que
va clareando; los peces cruzan sus rayos. "Hijo Solo" movió el rabo,
despacio, casi como un gato; abrió la boca, no mucho; chasqueó la
lengua, también despacio. Y sus ojos se hicieron transparentes. No
deseaba ver más el Singuncha; no esperaba más del mundo.
Le siguió el perro. Quedó tranquilo, echado sobre los pellejos en que el
cholito dormía, junto a la despensa, en una habitación fría y húmeda,
debajo del muro de la huerta. Cuando llovía o regaban, rezumaba agua por
ese muro.
Quizá los perros conocen mejor al hombre que nosotros a ellos. "Hijo
Solo" comprendió cuál era la condición de sus dueños. No salió durante
días y semanas del cuarto. ¿Sabía también que los dueños de la hacienda,
los que vivían en esta y en la otra banda se odiaban a muerte? ¿Había
oído las historias y rumores que corrían en los pueblos sobre los
señores de "Lucas Huayk'o"?
—¿Viven aún los dos?—se preguntaban en las aldeas—. ¿Qué han derrumbado
esta semana? ¿Los cercos, las tomas de agua, los andenes?
—Dicen que don Adalberto ha desbarrancado en la noche doce vacas
lecheras de su hermano. Con veinte peones las robó y las espantó al
abismo. Ni la carne han aprovechado. Cayeron hasta el río. Los pumas y
los cóndores están despedazando a los animales finos.
—¡Anticristos!
—¡Y su padre vive!
—¡Se emborracha! ¡Predica como diablo contra sus hijos! Se aloca.
—¿De dónde, de quién vendrá la maldición?
No criaban ya animales caseros ninguno de los dos señores. No criaban
perros. Podían ser objetos de venganza, fáciles.
—"Lucas Huayk'o" arde. Dicen que el sol es allí peor. ¡Se enciende!
¿Cómo vivirá la gente? Los viajeros pasan corriendo el puente.
Sin embargo "Hijo Solo" conquistó su derecho a vivir en la hacienda. Él
y su dueño procedieron con sabiduría. Un perro allí era necesario más
que en otros sitios y hogares. Pero los habían matado a balazos, con
veneno o ahorcándolos en los árboles, a todos los que ambos señores
criaron, en esta y en la otra banda.
Los primeros ladridos de "Hijo Solo" fueron escuchados en toda la
quebrada. Desde lo alto del corredor. "Hijo Solo" ladró al descubrir una
piara de mulas que se acercaban al puente. Se alarmó el patrón. Salió a
verlo. Singu corrió a defenderlo.
—¿Es tuyo? ¿Desde cuando?
—Desde la otra vida, señor —contestó apresuradamente el sirviente.
—¿Qué?
—Juntos, pues, habremos nacido, señor. Aquí nos hemos encontrado. Ha
venido solito. En el callejón se ha quedado, oliendo. Nos hemos
conocido. Don Adalberto no le va ha hacer caso. De "endio" es, no es de
werak'ocha. Tranquilo va cuidar la hacienda.
—¿Contra quién? ¿Contra el criminal de mi hermano? ¿No sabes que Don
Adalberto come sangre?
—Perro de mí es, pues, señor. Tranquilo va a ladrar. No contra Don
Alberto.
"Hijo Solo" los escuchaba inquieto. Miraba al dueño de la hacienda, con
esa cristalina luz que tenía en los ojos, desde la tarde en que fue
alimentado y saciado por Singuncha, junto a la puerta falsa de la casa
grande.
—Es simpático; chusco. Lo matarán sin duda —dijo Don Angel—. Se
desprecia a los perros. Se les mata fácil. No hay condena por eso. Que
se quede, pues, Singuncha. No te separes de él. Que ladre poco. Te
cuidará cuando riegues de noche la alfalfa. Enséñale que no ladre
fuerte. Le beberá la sangre siempre, ese Caín, ¿Cómo se llama? Su ladrar
ha traído recuerdos a la quebrada.
—"Hijo Solo", patrón.
Movió el rabo. Miró al dueño, con alegría. Sus ojos amarillos tenían la
placidez de la luz, no del crepúsculo sino del sol declinante, que se
posaba sobre las cumbres ya sin ardor, dulcemente, mientras las
calandrias cantaban desde los grandes árboles de la huerta.
"Más fácil es ver aquí un perro muerto. Ya no tengo costumbre de verlos
vivos. Allá él. Quizá mi hermano los despache a los dos juntos. Volverán
al otro mundo, rápido".
El dueño de la hacienda bajó al patio, hablando en voz baja. No se
dieron cuenta durante mucho tiempo. El perro exploró toda la hacienda
por la banda izquierda que pertenecía a Don Angel. No escandalizaba.
Jugaba en el campo con el pequeño sirviente. Se perdía en la alfalfa
floreada; corría a saltos, levantando la cabeza, para mirar a su dueño.
Su cuerpo amarillo, lustroso ya, por el buen trato, resaltaba entre el
verde feliz de la alfalfa y las flores moradas. Singuncha reía.
—¡Hijos de Dios en medio de la maldición! —decía de ellos la cocinera.
El perro pretendía atrapar a los chihuillos que vivían en los bosques de
retama de los pequeños abismos. El chihuillo tiene vuelo lento y bajo;
da la impresión de que va a caer, que está cansado. El perro se lanzaba,
anhelante, tras de los chihuillos, cuando cruzaban los campos de alfalfa
buscando los árboles que orillaban las acequias. El Singuncha reía a
carcajadas. La misma absurda pretensión hacía saltar al perro, la orilla
del río, cuando veía pasar a los patos, que eran raros en "Lucas Huayk'o".
Singu era becerro, ayudante de cocina, guía de las yuntas de aradores,
vigilante de los riegos, espantador de pájaros, mandadero. Todo lo hacía
con entusiasmo. Y desde que encontró a su perro "Hijo Solo", fue aún más
diligente. Había trabajado siempre. Huérfano recogido, recibió órdenes
desde que pudo caminar.
Lo alimentaron bien, con suero, leche, desperdicios de la comida,
huesos, papas y cuajada. El patrón lo dejó al cuidado de las cocineras.
Le tuvieron lástima. Era sanguíneo, de ojos vivos. No era tonto.
Entendía bien las órdenes. No lloraba. Cuando lo enviaban al campo, le
llenaban la bolsa con mote y queso. Regresaba cantando y silbando. Los
señores peleaban, procuraban quitarse peones. Los trataban bien por eso.
El otro, Don Adalberto, tenía los molinos, los campos de cebada y trigo,
las aldeas de la hacienda, y las minas. Don Angel los alfalfares, la
huerta, el ganado, el trapiche.
Singu no tomaba parte aún en la guerra. La matanza de los animales, los
incendios de los campos de trigo, las peleas, se producían de repente.
Corrían; el patrón daba órdenes, traía los caballos. Se armaban de
látigos y lanzas. El patrón se ponía un cinturón con dos fundas de
pistolas. Partían al galope. La quebrada pesaba, el aire parecía
caliente. La cocinera 1loraba. Los árboles se mecían con el viento; se
inclinaban mucho, como si estuvieran condenados a derrumbarse; las
sombras vibraban sobre el agua. Singuncha bajaba hasta el puente. El
tropel de los caballos, los insultos en quechua de los jinetes, su huída
por el camino angosto; todo le confirmaba que en "Lucas Huayk'o", de
veras, el demonio salía a desplegar sus alas negras y a batir el viento
desde las cumbres.
Hubo un período de calma en la quebrada; coincidió con la llegada de
"Hijo Solo".
—Este perro puede ser más de lo que parece —comentó Don Angel semanas
después.
Pero sorprendieron a "Hijo Solo", en medio del puente, al medio día.
Singuncha gritó, pidió auxilio. Lo envolvieron con un poncho, le dieron
de puntapiés.
Oyó que el perro caía al río. El sonido fue hondo, no como el de un
pequeño animal que golpeara con su desigual cuerpo la superficie del
remanso. A él lo dejaron con un costal sucio amarrado al cuello.
Mientras se arrancaba el costal de la cabeza, huyeron los emisarios de
Don Adalberto. Los pudo ver aún en el recodo del camino, sobre la tierra
roja del barranco.
Nadie había oído los gritos del becerrero. El remanso brillaba, tenía
espuma en el centro, donde se percibía la corriente.
Singu miró el agua. Era transparente, pero honda. Cantaba con voz
profunda; no sólo ella, sino también los árboles y el abismo de rocas de
la orilla, y los loros altísimos que viajaban por el espacio. Singu no
alcanzaría jamás a "Hijo Solo". Iba a lanzarse al agua. Dudó y corrió
después, sacudiendo su pantalón remendado, su ponchito de ovejas. Pasó a
la otra banda, a la del demonio Don Adalberto; bajó el remanso. Era
profundo pero corto. Saltando sobre las piedras como un pájaro, más
líbero que las cabras, siguió por la orilla, mirando el agua, sin
llorar. Su rostro brillaba, parecía sorber el río.
¡Era cierto! "Hijo Solo" luchaba, a media agua. El Singuncha se lanzó a
la corriente, en la zona del vado. Pudo sumergirse. Siempre llevaba, a
manera de cuchillo, un trozo de fleje que él había afilado en las
piedras. Pero el perro estaba ya aturdido, boqueando. El río los llevó
lejos, golpeándolos en las cascadas. Cerca del recodo, tras el que
aparecían los molinos de Don Adalberto, Singuncha pudo agarrarse de las
ramas de un sauce que caían a la corriente. Luchó fuerte, y salió a la
orilla, arrastrando al perro.
Se tendieron en la arena. "Hijo Solo" boqueaba, vomitaba agua como un
odre.
Singuncha empezó a temblar, a rechinar los dientes. Tartamudeando
maldecía a Don Adalberto, en quechua: "Excremento del infierno, posma
del demonio. Que el sol te derrita como a la velas que los condenados
llevan a los nevados. ¡Te clavarán con cadenas en la cima de "Aukimana";
"Hijo Solo" comerá tus ojos, tu lengua, y vomitará tu pestilencia, como
ahora! ¡Vamos a vivir, pues!"
Se calentó en la arena el perro; puso su cabeza sobre el cuerpo del
Singuncha; moviendo sus "anteojos", lo miraba. Entonces lloró Singu.
—¡Papacito! ¡Flor! ¡Amarillito! ¡Jilguero!
Le tocaba las manchas redondas que tenía en la frente, sus "anteojos".
—¡Vamos a matar a Don Adalberto! ¡Dice Dios quiere!—le dijo.
Sabía que en los bosques de retama y lambras de Los Molinos cantaban las
torcazas más hermosas del mundo. Desde centenares de pueblos venían los
forasteros a hacer moler su trigo a "Lucas Huayk'o", porque se afirmaba
que esas palomas eran la voz del Señor, sus criaturas. Hacían turnos que
duraban meses, y Don Adalberto tenía peones de sobra. Se reía de su
hermano.
—¡Para mí cantan, por orden del cielo, estas palomas ! —decía—. Me traen
gente de cinco provincias.
Escondido, Singuncha rezó toda la tarde. Oyó, llorando, el canto de las
torcazas que se posaron en el bosque, a tomar sombra.
Al anochecer se encaminó hacia Los Molinos. Pasó frente al recodo del
río; iba escondiéndose tras los arbustos y las piedras. Llegó frente al
caserío donde residía Don Adalberto; pudo ver los techos de calamina del
primer molino, del más alto.
Cortó un retazo de su camisa, y lo deshizo, hilo tras hilo;
escarmenándolas con las uñas, formó una mota con las hilachas, las
convirtió en una mecha suave.
Había escogido las piedras, las había probado. Hicieron buenas chispas;
prendieron fuerte aún a plena luz del sol.
Más tarde vendrían "concertados" a la orilla del río, a vigilar, armados
de escopetas. Anochecía. Los patitos volaban a poca altura del agua.
Singu los vio de cerca; pudo gozar contemplando las manchas rojas de sus
alas y las ondas azules, brillantes, que adornaban sus ojos y la cabeza.
—¡Adiós niñitas¡—les dijo en voz alta.
Sabía que el sonido del río apagaría su voz. Pero agarró del hocico al
"Hijo Solo" para que no ladrase. El ladrido de los perros corta todos
los sonidos que brotan de la tierra.
Tupidas matas de retama seca escalaban la ladera, desde el río. No las
quemaban ni las tumbaban, porque vivían allí las torcazas.
Llegaron palomas en grandes bandadas, y empezaron a cantar.
Singuncha escogió hojas secas de yerbas y las cubrió con ramas viejas de
k'opayso y retama. No oía el canto. Su corazón ardía. Hizo chocar los
pedernales junto a la mecha. Varios trozos de fuego cayeron sobre el
trapo deshilachado y lo prendieron. Se agachó; de rodillas mientras con
un brazo tenía al perro por el cuello, sopló. Y casi de pronto se alzó
el fuego. Se retorcieron las ramas. Una llamarada pura empezó a lamer el
bosque, a devorarlo.
—¡Señorcito Dios! ¡Levanta fuego! ¡Levanta fuego! ¡Dale la vuelta!
¡Cuida! —gritó alejándose, y volvió a arrodillarse sobre la arena.
Se quedó un buen rato en el río. Oyó gritos, y tiros de carabina y
dinamita.
Volvió hacia el remanso. Más allá del recodo, cerca del vado, se lanzó
al río. "Hijo Solo" aulló un poco y lo siguió. Llegaban las palomas a
esta banda, a la de Don Angel volando descarriadas, cayendo a los
alfalfares, tonteando por los aires.
Pero Singu se iba ya; no prestaba oído ni atención verdaderos a la
quebrada; subía hacia los pueblos de altura. Con su perro, lo tomarían
de pastor en cualquier estancia; o el Señor Dios lo haría llamar con
algún mensajero, el Jakakllu o el Patrón de Santiago. Entonces seguiría
de frente, hasta las cumbres; y por algún arco iris escalaría al cielo,
cantando a dúo con el "Hijo Solo".
—¡Amarillito! ¡Jilguero! —iba diciéndole en voz alta, mientras cruzaban
los campos de alfalfa, a la luz de las llamas que devoraban la otra
banda de la hacienda.
En la quebrada se avivó más ferozmente la guerra de los hermanos Caínes.
Porque Don Adalberto no murió en el incendio.
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